Repiqueteo nácar. Alice montó la Vespa porque se dirigía, con mucha convicción, al sudoroso satín en el penthouse de Mazaryk. Sí sí, el mismo donde se desbocó por el reflejo de las luces y los destellos que atraviesan agua de colores en los vasos de cristal cortado; amansada bestia bajo el magreo de voces que la miman y le hablan a su belleza natural. Hoy la vi colosal, en pantaletas a escala 4:1. Ella: fija sobre el pavimento -a 15 metros sobre el ras del suelo-; yo: atribulado pasajero de un microbús. Alice, mi ex compañera de departamento, de cama alguna vez... esa chica lozana con labios de papel. La vi tan avejentada en plena juventud. De sentirla tan cerca no le pude tocar. Recuerdo a Alice recordando sus días en la primaria, trepada en los columpios, creciendo en el barrio, esbozando sueños de convertirse en médico. ¡Oh Alicia! Recuerdo sueños olvidados. Ha perdido quizá 8 kilos desde la última vez que la vi ¿Existe la talla -2, -3, -4? Ella fingió no reconocerme en el penthouse de Mazaryk. Por supuesto que no era yo invitado, sino un servidor de copas, un despachador de fuego y condones. Ahí estaba ella, turbia dentro del vestido de seda nácar. Sus huesudas caderas en movimiento arrítmico. Ha perdido tanto control sobre tantos aspectos. Ella, la chica lozana con saliva de tinta. Ahí estaba ella, del brazo del empresario X, con un auto W, en su penthouse de Mazaryk. Ahí estaba él, con sus dedos de uñas minúsculas y vozarrón etílico. Su lengua grotesca. Ahí estábamos yo y la charola plateada, resguardados en la pureza de mi mendicidad poética. Tintineo nácar. Yo nunca la conocí y sin embargo, ahí estaba ella, Alice, la chica sin nombre que, aún, repiquetea.