La perla de plomo


-Hay una resonancia que vibra sobre tu cabeza,- me dijo mi abuela- a ella bajan los sonidos de la galaxia, mientras tu cráneo les llama. Es posible dar un Si tan descomunal que el hielo de tu perineo se tempera en el agua de tu vientre hasta que alcanza una ebullición que condensará más allá de tu frente. En ese momento eres la campana por donde atraviesan las vibraciones mágicas que otros apenas y comprenden, más que comprender, que sienten envolverles como un fantasma que abraza su memoria ninguna y detona en sus cuerpos un placer frenético, una invasión fisiológica donde por la voz emitida eres dintel, escalpelo, el miembro del diablo seduciéndolos.

Yo era muy niña cuando escuchaba todo esto. Era la nana de mi abuela, una soprano reclusa en el pasmo de su voz. Lo que de su pecho escuché, no todo lo puedo decir... hay... ocurrieron... cosas que incluso temo recordar, pues ella sabía bien su charla y para fortuna de todos, sólo yo creía en su veracidad. 

Años después, un día, un largo día en que todo cambió, ella y yo recorríamos la colina. Isabel era una romántica, con todo lo lúgubre que envuelve al romanticismo del siglo antepasado, aquél al que siempre aspiró pues la expulsó al nuevo siglo sin mayor legado que su perfección, pues era hermosa, horrorosamente hermosa. Y como romántica clásica, buscaba paciente un paraje de reposo. Caminaba con poca ayuda a sus 92 años ¡una proeza!, pensaba lerda mi ingenuidad.

A mi mano se aferraba una canastilla con té, panecillos, un mantel y un libro cuyo terrible nombre finjo haber olvidado. Envueltas en paños bordados, fotografías blanco y negro de sus padres, de los míos, de mi abuelo, del viejo pueblo donde ella enterró su pasado.Tendimos el mantel sobre la hierba que aquella tarde lucía tan brillante, deslumbrante. Nos sentamos, ella bajo su falda de círculo completo, yo tras mis jeans ajustados.

Bebimos, comimos, leí, leí y releí un pasaje que me parecía bastante desgastado. Y le dije "¡ay de mí!", le dije: "¡Basta abuela! estas ideas te hacen daño, mientras leo, tu semblante ensombrece sin reparo... mejor volvamos, las nubes rugen, rugen su lluvia". Más ella seguía obstinada, sin siquiera mirarme golpeó el extremo del libro con su bastón y yo leí, leí y releí.

Lentamente el cielo se tornó gris, y yo sentía que el viento comenzaba a envolverme de un modo poco usual, pero seguí. Llegadas a cierto punto del pasaje, un trueno a lo lejos silbó. Entonces, mi abuela rió con un frenesí descomunal y el libro, tendido en mi regazo, comenzó a desdibujar su tipografía hasta que decenas de páginas se agitaban completamente blancas entre la furia del viento; mientras ella en un ritmo perfecto reía, reía, reía...

Mi mirada absorta en el capricho del libro no reparó al principio en el rostro de Isabel, esa mujer que alguna vez fue mi abuela. Pero su voz, su incomparable voz hizo un agujero en el cielo, rasgó las hojas tamborileantes de hierba y de árboles, las flores se escondieron tras sus pétalos y yo volteé a verla: ¡Era más joven que yo! Era casi una niña: sus labios reían mientras su voz se hundía más y más en el fondo del firmamento y triunfante me miró desde sus ojos verdes verdísimos. El libro se cerró. Yo estaba sola en la calma más rotunda. 

Un pajarillo a lo lejos me ayudó a recobrar mi cuerpo. Apenas podía respirar. ¿Isabel?¿d... dónde estás Isabel?. Intenté abrir las tapas del libro, en vano. Parecían tan blandas y sin embargo habría sido más fácil arrullar entre mis brazos una montaña. ¿Qué le diría a mis padres?, ¿a mí misma?

Pensé en círculos hasta que se me ocurrió una buena pero peligrosa idea: había leído tantas veces el pasaje que lo recordaba casi exactamente, casi, afortunada. Aclaré mi garganta, abrí el diafragma tal como Isabel me enseñó durante tantos años y recité a canto el secreto inasible frente a mí sellado. Me faltaba un verso, un verso macabro. Cuando de pronto, del libro hacia el pasto, brotó una minúscula muestra de mi espanto. Era una perla, una perla de plomo y al acercarla a mi rostro me devolvió brevemente un relampagueo acordado por ojos glaucos.

Por eso niña mía, es que no puedo darte este anillo que tanto anhelas: es el aro maligno que ha carcomido mi mano y mi existencia. Sé bien que eres mi nieta ¡jajaja! inigualablemente bella,  pero es hora de que yo me vaya a descansar y conmigo, tú y tu último suspiro, mi querida, mi adorada Isabel.

Y mis ojos verde, verdísimos cantaron.