Los tordos en invierno

Frotó las palmas de sus manos y sopló entre ellas. Esa ráfaga inocente atravesó mis poros, transportando a la invisibilidad mis facciones intrigadas. De repente, estaba desnuda ante él y, después, ya no tenía un solo hueso o cartílago, una vena o madeja de carne; de mi sangre sólo quedó el movimiento frenético.

-¿Aún sientes frío?- me preguntó desde nuestro nicho soleado
-¿Te refieres a la soledad?- titubé
Él rió - No, me refiero a la sierra en enero y a tu piel morena que se torna leche invernal...

Sentí algo gomoso que se inflaba: era mi cuerpo renovado. El frío era un vago concepto, no una sensación. Aprendí a reconocerme desde la oscuridad en que se comunican mis entrañas. De nuevo tenía piel y cabello y 20 dedos por fuera.

-Eres mi aire, un hechizo indeleble.
Volvió a reir -Y tú serás la sombra diáfana que me anuncie el sueño tras las nubes.

Después dio media vuelta sobre su eje, primero hacia la izquierda y luego una completa hacia la derecha, se chupó el dedo anular y batió sus alas de tordo, de parvada salvaje, de sonrisa nocturna... mientras mis pupilas anhelantes se ramificaron a la distancia.

Meses después naciste tú. Y eso es todo lo que sé de tu padre. Eso y que el amor es un lugar húmedo y cosquilleante, tan lejano que tienes que atravesar tu corazón para encontrarlo. Te lo digo ahora que estás de pecho, para que después no llores ni preguntes. Tu padre es un pájaro y a diario nos cubre con besos. Puedes comprobarlo en las variaciones del viento, sólo tienes que estar atento con esos ojitos de miel que florecen en tu alma.

Por eso tú te llamarás Papalote y yo seré tus violetas de río y tu abrigo al madrugar. Aquí no hay pecado alguno. Todas las familias tienen algo especial.