Ana (2006)

Salió a la calle y giró la llave de la puerta una vuelta hacia la izquierda. Conforme caminaba, el peso de su mochila le parecía cada vez más agobiante. Sintió cómo su vestido se humedecía, pegándosele sobre la espalda. Era un acento profundo que puntuaba a la perfección sobre sus piernas y caderas.

Barría las baldosas gris volcánico con una mirada acuosa, delatora del ensimismamiento. Las personas que ese día la vieron pasar, experimentaron un respeto tan intimidante que los llamó a silenciar sus dudas, sus comentarios ociosos.

Todos la conocían desde niña. Despues del discreto y tan comentado divorcio de sus padres, se habituaron a verla sigilosa y puntual cada sábado, después cada fin de semana y finalmente todas las semanas.

Nunca tuvieron la certeza de lo que sucedió en casa de Alejandro los tres años posteriores al accidente en el que el auto le quedó encima, ni durante los dos en que Ana decidió vivir con él. Alejandro la necesitaba y ella sabía por qué: tenía las piernas rotas y el corazón inundado.

Ana lo amaba tanto. Pero el olor a orina la asqueaba, así como la asqueaba observar un ser con la existencia tan adolorida, tan deteriorada. Dentro de ella se asentó la certidumbre de la co dependencia a la que permanentemente estaban sujetos. El único refugio seguro para soportar su vida era el amor. Ella jamás respondió a las voces que se lamentaban en su interior por no tener el coraje de pronunciarse abiertamente contra el abandono al que fue arrojada, contra el humo de la estufa que la asfixia, contra los pañales y la indometacina cada doce horas para el dolor de huesos, o contra el jardín con su higuera y bugambilia majestuosas, en el que ya no volverán a caminar juntos. Contra el miedo de un nuevo ataque hipocalcémico en el que él esté tan sólo e inútil como siempre. Contra la indiferencia de su madre o la del techo maldito que no se atreve a caer sobre ambos mientras duermen, ella a su lado con el brazo izquierdo abrazando el pecho de él.

El viento sopló frío desde la madrugada. A las 9:00 a.m. rugían las nubes hambrientas. La tarde anterior Ana y su madre acordaron verse para tratar el asunto de la futura boda de esta última, así como para tomar decisiones monetarias y sobre si Ana seguiría viviendo con Alejandro. A excepción del punto final, el resto de los intereses de su madre le resultaban nulos.

- ¡Ana! Si no te apuras te va a dejar tu mamá, además vas a llegar empapada ¡Ya vete mi'ja!

- ¡Sí papá!- Este jabón me deja las manos pegajosas, tengo que cerrar las ventanas, una de indometacina, un baptrim, un sufortán- ¿Quieres agua o jugo?- Siempre pide jugo, ¡diablos!, luego lo limpio- Voy a revisarte la sonda, no te muevas, ¿está bien el volumen de la tele? - El botón se volvió a atorar. Un beso en la frente- Te quiero, me gusta decírtelo y tú lo sabes ¿verdad?.

Ana se mojó, pero era granizo lo que le golpeó la cara y todo el cuerpo. Una avalancha de piedras cristalinas cayó sobre cada uno de sus pasos. El cielo le avisó con puños tajantes, prístinos como su corazón, el olvido que le costó el último sacrificio de su inocencia: dejó a la interperie la jaula con los pájaros que hacían compañía a Alejandro cada que ella se ausentaba. Diario, ellos lo invitaban a cerrar los ojos y a desprenderse de sí mismo como para ya no sentir aquello de por sí inerte, sino simplemente volar en armonías, sonorizar el amor, embriagarse en la bondad sutil del misterio creacional. Alejandro en su desesperación gritaba a alguien que pudiera ayudarlos, aunque sabía perfectamente que nadie podría escuchar y, mientras ellos trinaban con frenesí, seguramente, él se miró caer y desaparecer. Debió ser una sinfonía formidable: el granizo golpeando el metal de la puerta, los pájaros cantando su muerte y Alejandro llorando.

A mediodía la abuela de Ana lo encontró derramado en el piso, donde defecó y un hilillo rojo denunció a la cruel sonda, que salió de su pene razgando la fina piel, sangrando su hombría. Una contusión en la cabeza lo envió a traumatología. La ambulancia arrancó, un tripulante más a los veinticinco pasado medio día.

Por la tarde, a su regreso, Ana empacó artículos de higiene personal y ropa que consideró necesarios. Pasaría la noche en el hospital y después iría a casa de su madre. Observó a través de una cortina de lágrimas a los pájaros hinchados y los odió. Soñó con una muerte prematura y los diecinueve le parecieron una buena edad para pensar en ello. Le dio la espalda a la jaula y caminó con las piernas entumidas, sin voltear una sola vez. Salió a la calle y giró la llave de la puerta una vuelta hacia la izquierda.