El fuego del león es un oro potable que bebí pasando la primer puerta; después, el mercurio de la filosofía secreta vino en forma de águila, de sal eran las patas del toro que monté a mitad de la estampida. Tras la estrella violeta emergió en el horizonte una cabeza humana, una cabeza de agua. En su boca entré y hallé un santuario, con el Libro de las Leyes de la Naturaleza. Había una virgen sin rostro, rodeada de ciruelas, azucenas y serpientes, me dijo  "llevas en tu interior la tumba de Dios. A través de ti la nada muere y, en la nada, la nada resurge". El viento del león es un oro sólido que comí al salir de la última puerta. Las escaleras eran de plumas y mi padre era una nube ciega que llovía sobre mí. Mi madre era un cristal encajado en mi pecho, un cristal que reflejaba el color de las eras. Y las eras pasaban tan rápido que mis padres morían dentro de mí, infinitamente. Y la muerte fue mi amiga, a tal grado que me permitió nacer, una sola vez, me permitió nacer. La tierra del león es un lugar para los placeres finitos. Pero en su rugido cabe un laberinto donde se ordenan las Leyes Eternas.