Flyora y la Rusia Blanca


Crece la hierba en primavera, se mece con tranquilidad sobre un rifle enterrado bajo la arena donde los niños juegan a enterrarse y juegan, también, a la guerra. Una avioneta sobrevuela el páramo y los niños se ven desde allí como pequeños soldados que han perdido en el pecho de su madre la patria pero han ganado en la arena una sombra infrahumana. En la cabina de la avioneta se escucha un himno transmitido por la radio. Las sombras desaparecen y con ellas los pequeños soldados. La guerra tensa una vastedad que no cuenta ya el número de bosques, ni de años, ni de muertos, ni de incendios. La guerra anda con parsimonia sobre la marcha de pasos chiquitos y grandes fuegos. La noche y sus bombas allá, a lo lejos, no suenan distinto al seco régimen de picotazos de gallinas negras contra el suelo de una casa encerrada. El niño que jugaba a enterrarse encontró el rifle y marcha. Su madre quedó detrás de él y de sus pequeños pasos, tras el polvo de las botas. ¡Qué caminos angostos! Pasan los tanques con hombres montados y rostros sin nombre, pasan con sus banderas partisanas esgrimidas. El alcohol surte sus efectos milagrosos, como lo hacen las odas o las horas de descanso entre combates. Oculto en el bosque, el ejército partisano se fotografía. Los viejos, los jóvenes, aquellos que llevan el rostro completamente vendado, los lisiados, los locos y las pocas mujeres, se retratan mientras cantan "Levántate, nación grandiosa, levántate al mortal combate contra la fuerza fascista, tenebrosa, contra la horda maldita que embate. Que la ira noble secular estalle como una oleada. Sigue la guerra popular, una guerra sagrada". Aguardan los autos negros, las vacas aún vivas, los bosques guarida. Santo y seña, santo y seña, el niño se ha hecho joven, santo y seña; desnudo dentro de una caldera negra sobre las brasas la restriega con un manojo de hierbas. Frenético, casi sexual, la restriega con la furia de una metralleta. Siempre se deja a alguien atrás: al levantarse un campamento, varias manos se agitan entre la polvareda. Un par de botas rotas, unidas por una cuerda transversal, le son cambiadas por las suyas bajo las órdenes del comandante. Caminar de botas rotas, el joven se ha rezagado, ha perdido la marcha, está sólo en el bosque. Pesadillas, cual huevos de aves estrellados junto a las ciénegas. "¿Por qué no dices nada? ¿Por qué no me ves? Estoy aquí. Existo. Yo estoy aquí. Tú eres el que no está vivo. Tú no escuchas a los pájaros. Estás sordo. También ciego. Aquí estoy. Aquí. Quiero amar." Pesadillas cual muchacha perdida en el bosque, en medio de la guerra, corazón con lilas del valle capaz de reventar la granada del joven soldado. Perdidos en el bosque. Corazón lila del valle con un rifle corriendo por el bosque entre las bombas detonando. Ese silbido de polvo trémulo, ese silbido que suple al sonido del mundo y hace que la destrucción parezca una película, ese es el tono de la negrura a medio día. Ella quiere amar, ellos quieren vivir, la cigüeña los mira en su refugio agreste, los mira dormir. Se bañan con el rocío que sacuden de los árboles, ella baila vestida de negro recortada por un arcoiris, él sabe que vive, ríe su última carcajada de la infancia. El joven vuelve a su aldea, van juntos, pero al llegar todos se han ido. Queda en su choza paterna algo de potaje tibio que comparten, él mira las muñecas rotas sobre el suelo, sus hermanas pequeñas jugaban con ellas. En la guerra es imposible no estar roto. Las moscas revuelan. Muñecas rotas y la ausencia de gallinas negras. La casa está abierta y el silbido negro resurge. La cigüeña se iergue sobre el pozo, la imagen del joven sobre el agua se dispersa con una sola gota. La vida se dispersa con una sola gota de plomo sólido. Los jóvenes corren en busca de la familia de él, pero ella sabe, aterrada por los cadáveres apilados, que no han de volver. Zambullidos en el lodo de la muerte luchan entre ellos. Un hombre aparece, los lleva a un llano en el bosque donde decenas de personas se agrupan, sin casa, sin comida, andrajosos; muchas mujeres, parecen una multitud de aves oscuras que habitan en cuerpos humanos. Él camina hacia el hombre quemado "Les rogué que me mataran y se rieron de mí. Te dije que no excavaras, Flyora. Te dije que no excavaras", las aves oscuras lo rodean, él se abre paso, hunde su cabeza en el lodo. Ella quiere amar. Lo alimenta con su mano, una a una le llena la boca con hierbas silvestres: quizás así es como sobreviven las aves oscuras dentro de esos cuerpos enormes. Él mira a lo lejos, sin ver, mientras mastica las hierbas. Un sacerdote le rapa la cabeza, pero el dolor sigue presente. ¡Cuánta hambre! Un grupo de cuatro sale a buscar leche, sal, pan. Corren entre los disparos, cuatro ya son dos. Roban una vaca y beben un poco de leche; dos se convierten en uno: el joven ave oscura que parece no poder morir. Se abraza a la vaca que agoniza, cuyo ojo busca al sol en una explosión de dinamita. Dormir junto a una vaca muerta, plácidamente dormir. Despertar junto a una vaca muerta, desesperantemente muerta. La comida allí, sin poderse transportar, o comer. Intenta robar un caballo, pero los enemigos están cerca. Se deshace de su rifle y su vestimenta, su víctima lo rescata, ahora es el nieto de un anciano desconocido. El enemigo escudriña la casa familiar, el joven sale, el enemigo acarrea a hombres, mujeres y niños, todos son encerrados en una iglesia. Se remolinan unos contra otros. El enemigo permite que salgan por la ventana los que no teman dejar a los niños atrás. El joven salta, el primero. Después una madre con su hijo, al niño lo arrojan de nuevo hacia dentro de la iglesia. Le prenden fuego, disparan, aplauden, ríen. Los enemigos son tan ruidosos como los perros que sostienen con ambas manos, como sus avionetas, como el silbido negro; rabiosos, demenciales, los enemigos ríen mientras matan. La iglesia arde con todos los gritos saliendo hacia el cielo. El joven observa y envejece. Perplejo. Arde hasta el silencio, como lo hace la iglesia. Los enemigos también se toman fotografías, unas cuantas con el joven arrodillado mientras una pistola apunta sobre su sien. El rostro desencajado. Una, dos, tres tomas. La vaca mugiendo ha suplido al silbido negro. Las tropas se van, dejando un rastro calamitoso. Una mujer es raptada por soldados del mismo bando que se pelean en grupos por ella. Una mujer es abandonada a la intemperie sobre su cama decrépita. Sonríe su rostro anciano al verlos partir. Una mujer sale del bosque con las piernas sangrando, la boca sangrando, los ojos sangrando, un silbato habla por ella, el silbato cae, el joven mira hacia otro lado. Recupera su rifle, su vestimenta, el camino partisano. Los partisanos capturan algunos enemigos que juran jamás haber matado. Los matan a quemarropa. El joven mira el reflejo propio en un charco, como no cae ninguna gota que disperse su reflejo, dispara a una imagen del líder del enemigo. Mientras dispara, la guerra parece ir en reversa a la vista de la historia, los edificios dejan de colapsar y se resanan al momento, los aviones despejan el cielo, las bombas ya no se impactan. Pero la imagen es sólo una imagen, la imagen no es un cáliz de tiempo, y  la muerte nunca va en reversa. 628 aldeas fueron incendiadas con sus habitantes durante 1943 en Bielorrusia bajo la ocupación nazi. Elem Klimov cuenta esta historia. Los partisanos se internan en el bosque. Alguien más mira.  El joven se ha hecho viejo en menos de un año, ave oscura en el cuerpo de un muchacho en medio del infierno, ave oscura que miraba con los ojos muy abiertos, como si detrás de las pupilas se extendiera una legión de cicatrices.* 





Los textos entrecomillados son citas de la película, el texto en cursivas es parte de la crítica que hace Servadac a Masacre: ven y mira.