La que imita su forma







Y la mujer surgió de la semilla de un trueno. Descendió hacia el abismo e incendió las ciudades que encontró a su paso. La mujer no tenía derecho de aliento, sino obligación de flama, y nada podía perder pues no se pertenecía más a sí misma. Pasó sin ser vista porque caminaba entre todos mientras los veía directo a los ojos. Y ardió, como las brasas en los ojos de los ciegos. Enamorada de su tormenta ígnea, envuelta en la melodía de sus latidos, con el nombre eterno en los párpados y su animal recreándose en las entrañas de su cuerpo. La mujer corrió hacia los números: se arrojó a ellos, como antes de ella lo ha hecho el firmamento. Perdió la cabeza: ya es toda ráfaga y vacío al nivel del suelo, se desintegra en gotas de fuego mientras los rectángulos, los cuadrados, los círculos se desmoronan en cenizas. No sabe contar ni hablar ni reír. Sólo sabe arder. Piensa en una figura que no conoce. Piensa en algo que perdió pero no lo recuerda. No sólo ha dejado la devastación a su paso, la ausencia de cuerpo, el corazón ingrávido. Ha generado un sonido que flota entre los confines de uno u otro horizonte, un sonido continuo que marca las estaciones, que eleva los corazones con el sentimiento de lo hermoso y de lo fatuo, un sonido de alud que clama a las nubes, porque los opuestos se atraen. Fue así que el trueno resurgió de la semilla de esa mujer. Y su alma hizo llover.