Mi pequeño árbol en el Kleine Tiergarten

Salir de casa de los amigos, un poco ebria, de vida y de vino. Seguir un camino, curiosamente, amarillo. Y pasar a toda velocidad sobre los rieles del tranvía, atravesar las avenidas como si estuviera poseída por una veleta. Cada tramo con una ausencia. Siempre la misma ausencia. Hay una zona de bares, los chicos se cruzan frente a mi bicicleta, algo chiflan, algo gritan. No les escucho, voy volando hacia mí misma. En esta ciudad prestada y tan bonita, en esta noche amorosa y completa.

Pedaleo con el instinto de los poseídos, me siento a encontrar patrones que armen un sentido infinito entre las voces salvajes en el continuo del espacio y sus grietas. Pedaleo entre las construcciones, parecen ruinas, parecen escombros, sabemos que quedan las flamas por debajo. Luces de alógeno le dan color a la ciudad nocturna, y de lejos veo el planetario, la torre de televisión en Alexanderplatz, paso junto a algunos museos, las calles se estrechan, los recuerdos se agrandan. Llego a un parque y reconozco que estoy cerca de casa. Mi hogar es donde yo vivo. La noche me toma rehén, porque no sé dormir cuando tengo el corazón moribundo, destrozado por el pico de un amante lejano que da vueltas sobre su propio halo. La mañana alborea, el frío me llama. Es hora de salir a deambular, recoger los pasos, atar las memorias. Elegir una vida. Cambiar mi historia.

Los caminos de olvido, de llanto y de amor me atan a ti, Alemania. Somos fugitivos de los cuerpos, los que huimos. Tengo el miedo de los corderos, sé que viene el ritual, se adelanta. En el parque, lo que anoche yacía escondido, con la mañana se ilumina. Me hace sentir expuesta, la gente que va al trabajo me mira tras escuchar mis balidos de criatura pequeña. Giro el rostro, para que no me vean la cara estrellada. La lejana chimenea parece mi única compañera. Me abrazo a un árbol., porque un año ha pasado y sólo yo he quedado. Me sostiene este aire que toca todas las partes expuesta de mi piel; el sol se refleja, rosáceo sobre las ventanas de la teja berlinesa. Encima de los árboles con hojas naranjas, debajo del cielo con hambre de la mañana, los rayos radiantes deslizan un velo violeta, terciopelo violeta. Los ojos que perciben el soplido sin fin del frío, a la lejanía, se entibian al ver el manto acariciar el prado. Entre los kebap, las tiendas de cerveza y las bicicletas, en una mañana tan bonita, tengo que ir a buscar una iglesia Las ratas entre las raíces de los árboles hacen un sonido de marea.

El nombre amado está paralizado. Dormir no puedo, parece un modo efectivo para derrumbar la memoria. Los besos son dardos afilados. Nada quiero tocar, ni a mí misma me quiero tocar. La suspensión es parte de mi balido. Danzar con la fuerza de los pactos. Danzar y cerrar los ojos, para ofrendar la carne, la sangre y las entrañas. Danzar fuera de mí, para regresar a las costas de mí misma. Cerrar los ojos, para abrir la vista.

Cambiar mi historia, retornar a los sustratos intactos del lenguaje, ser un instante en el recoveco cualquiera del infinito y por ello sentir felicidad. Las manos también ven los cantos de las pléyades. Soy un cristal, las eras pulen mis aristas y, engalanada por la neblina de la bella Berlín, percibo cómo esta inmensa sinfonía me inunda, para revivirme.